Blueneck han crecido desde el año 2000 como un árbol sano y robusto, extendiendo una firme raíz en el subsuelo a base de duro y serio trabajo, cuatro discos impecables, una extensa experiencia en los escenarios y sólidas bandas sonoras para películas cine independiente. Si obviamos el instrumental Epilogue, en 2011 nos ofrecían su último y dorado fruto, Repetitions, atrayendo la atención todos los seguidores de buen gusto del post-rock menos convencional. Ahora King Nine vuelve para intentar llenar el hueco en el corazón que nos dejó el flechazo de su último trabajo.
El aire se hizo puro y ligero
El nudo y la carga opresiva que el grupo supo fabricar para secuestrar nuestras emociones en Repetitions parecen disolverse en King Nine. Las atmósferas pierden densidad a base de adelgazar el bajo y dejar las guitarras como un elemento prácticamente decorativo. Todo fluye con la transparencia de la mañana, limpia y clara como los pianos y los violines que tejen las alfombras melódicas donde Duncan Attwood acampa su voz para tocarnos el alma. Todo este bello envoltorio esconde la ferocidad de la naturaleza y su carácter expansivo: como la lengua de un glaciar avanza inexorablemente arrasando todo con una historia de soledad y pérdida.
Deja que la melancolía te atraviese
Lejos de crear un discurso monótono, el álbum goza de un desarrollo vibrante y apetecible para el oyente. Es difícil evitar que vengan a la cabeza referencias como el frío Amnesiac de Radiohead, especialmente cuando los británicos se muestran más introspectivos y utilizan los loops minimalistas que dejan inspirar, expirar y sentir el gélido aire en los pulmones. Otras veces, como en Father, Sister se dejan caer a terrenos más sintéticos donde aparecen teclados, mientras que en Mutatis saben ligar suaves texturas con marciales ritmos cardiacos.
Blueneck han vuelto a crear una obra magnánima sin trucos ni velos, sin crescendos ni reverbs grandilocuentes que escondan tediosas progresiones. Qué bello y qué cruel.