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Chelsea Wolfe – Pain Is Beauty (2013)

Estaréis de acuerdo conmigo en que las mejores obras de un artista han sido tradicionalmente aquellas realizadas en los momentos de mayor desasosiego interno. El dolor, la confusión por el quebrantamiento de las voluntades personales, parecen propiciar los efectos más beneficiosos al arte, fundamentalmente por la capacidad del autor para la remoción de las emociones. Y esto es así porque hablar del dolor es igual a la revivificación del dolor, hacerlo de nuevo presente, darle forma con imágenes, formas, notas, palabras, y en cierta manera, aunar los vínculos con un oyente dispuesto a mostrar su compasión y su empatía.

Frío e inorgánico

Como parte del público de Chelsea Wolfe, llevo implícito el signo de mi atracción hacia las formas oscuras y misteriosas de la figura femenina. Sus tres discos anteriores ya me cautivaron con esa forma de ilustrar auditivamente emociones nacidas del frío y la delicadeza, veladas entre capas y más capas de reverberaciones y etéreos paisajes. Sin escapar de dichas pretensiones pero queriendo variar de dirección después de un anterior disco de temas acústicos, Wolfe se sumerge ahora en terrenos de un frío más inorgánico con Pain Is Beauty, sin comprometerse con ningún género en concreto. Partimos de una base de folk —demasiado personal como para que siga siendo etimológicamente la definición de la música popular—, a la que se le añade una estructura electrónica que lejos de aportar marañas innecesarias, perfila y hace más cristalina la representación de Chelsea, e incluso permite, acampando siempre desde en terreno más minimalista, arreglos de orquestaciones en temas como House of Metal, y por supuesto, manteniendo a la guitarra acústica como mejor amiga de la artista.

La electrónica no enmascara a Chelsea

El anteriormente seguidor de la cantante californiana recalcará la electrónica como principal factor del cambio, pero afortunadamente, la electrónica no es aquí la protagonista. Todas las bases rítmicas se aposentan en tonos grisáceos camuflados con el fondo, sin estridencias ni timbres extravagantes. Ahora queda patente donde acaba el embalaje y donde empieza Chelsea. Éste sí que es el mayor factor de cambio. Si bien en otros trabajos la instrumentación y los constructos vocales parecían unirse en un todo, envuelto en halos de oscuridad y efectos de reverberaciones, salvo en Reins donde Chelsea permanece agazapada y temerosa bajo las cadenciosas avalanchas rítmicas, en este disco la voz y las herramientas musicales de Wolfe quedan más expuestas que nunca, más cercanas, en un vis-à-vis con el oyente, propiciando que sea su trabajo más arriesgado hasta la fecha.

Ideas claras y viajes con rumbo

Frente a este sólido concepto, tenemos el mejor abanico posible de canciones, porque en este disco priman las ideas y las canciones como núcleo último, más que el deseo de experimentación sin rumbo. Así, destacamos el delicado pero a la vez duro estribillo de We Hit A Wall, los sintetizadores más modernistas y a la vez litúrgicos de Sick, la marcialidad funesta de Kings, las refracciones melodiosas de los giros vocales de Ancestors, The Ancients, y por supuesto, Destruction Make The World Burn Brighter, que acertadamente titula una canción de baile sobre las cenizas de un desastre. Precisamente es este tema el que parece mejor representar el mensaje último del disco, un seductor y maravilloso homenaje a la vida más allá del dolor y de la muerte, una exaltación del dolor como elemento de la vida, y por ende de belleza.

Hoy en día, y en contraste con una generalizada alergia de la sociedad del primer mundo hacia el sufrimiento, seguimos cayendo rendidos en las redes de Chelsea Wolfe. Lamentablemente, las explicaciones científicas del por qué de nuestra atracción a la música triste y dolorosa hacen perder los ecos románticos de la propia esencia del arte, pero paradójicamente, es en la contemplación del mismo arte donde somos capaces de hacer un paréntesis a nuestros propios sufrimientos.