El mundo de la música se compone, más allá de estrofas irrompibles y melodías perennes, de personajes e imágenes que trascienden el tiempo y el momento, y se convierten en iconos que todos reconocemos como parte de la cultura popular. Algunos de los que han sido elevados a los altares de la eternidad han sido personajes cuyo conflicto interior era el maná del que alimentaban su talento, pero también la misma fuerza que les llevaba posteriormente a terminar con todo de manera voluntaria o involuntaria, incapaces de llevar adelante una vida que no terminaban de entender o de poder moldear a su gusto.
Esos mismos mártires morían a veces de éxito o intentando llegar a el, quizá sin comprender del todo el cómo y el porqué de las cosas que surgían a su alrededor, o mismamente de un exceso de comprensión. Da igual, puesto que al fin y al cabo el halo de romanticismo que se crea a su alrededor tras el deceso distorsiona muchas veces el verdadero reflejo del personaje.
Adrian Borland formaría a The Sound de las cenizas de su anterior banda – The Outsiders – en Inglaterra el mismo año que sus compatriotas Joy Division editaban Unknown Pleasures, en 1979. Se separarían casi una década después, en 1988, tras editar cinco discos y una docena de singles y EP’s, pero sin lograr excesivo reconocimiento a nivel de público. El olvido y los despiadados cambios generacionales que fagocitan grupos y géneros enteros en función de las modas, hicieron el resto y se encargaron de echar capas y capas de polvo sobre el nombre de The Sound.
Adrian siguió con su carrera en solitario, componiendo temas, editando discos bajo distintos nombres y colaborando con otros artistas, pero sobre todo, manteniendo una durísima lucha contra un trastorno esquizoafectivo que le sumía en temporadas de profundas y severas depresiones, una enfermedad que le causó un tremendo sentimiento de culpa al interferir, siempre según él, en la carrera de The Sound.
Esa lucha tuvo un final que se puede intuir por el tono del texto. Ni los tres anteriores avisos en forma de intentos de suicido – ni la reclusión en un centro psiquiátrico en una de esas ocasiones-, disuadieron a Adrian de apartar la medicación que tenía prescrita mientras ultimaba la grabación de su nuevo álbum. La explicación que dio para ello es que las pastillas le sumían en una nebulosa que le impedía pensar con claridad, y necesitaba estar en plenas facultades para trabajar. Ese intento de buscar lucidez en las sombras le condenó de manera definitiva sumergiéndole en un brote muy agudo de depresión. ¿Qué le pasó por la cabeza una vez liberado el monstruo de sus cadenas? Quizá fue el miedo, quizá fue el dolor, pero Borland puso fin a su vida el 26 de abril de 1999 lanzándose a las vías de la estación de Wimbledon durante el paso de un convoy.
The Sound son una parte importantísima de su legado y hasta la llegada de internet y del sello Renascent (que reeditó su catálogo a principios de este siglo), fueron una de las perlas ocultas que nos legó un género que ahora se reivindica tanto como el post punk. Es muy fácil establecer entre esta banda y Joy Division ciertos paralelismos que gustan de recrearse en las figuras, atormentadas y enfermas, que en ambos casos dieron vida a los entes que les sobrevivieron. Pero mientras la banda de Ian Curtis mostró siempre una halo que refulgía en tonos oscuros y profundamente nihilistas, The Sound siguieron una línea con la que era más fácil emparentarles en sonido y filosofía a bandas como Echo & The Bunnymen, The Chameleons UK o The Psychedelic Furs.
From The Lions Mouth fue su segundo trabajo, editado en 1981 por Korova. Precedido por el moderado éxito logrado con Jeopardy (también editado en Korova un año antes), este álbum refleja mejor que ningún otro la dicotomía que ungía el interior de su principal compositor. Es cierto que posteriormente oscurecerían y retorcerían su sonido con el sucesor de este segundo trabajo (All Fall Down, Warner Bros, 1983), pero eso respondía más bien a la protesta del grupo por la exigencia del sello para que compusieran temas más abiertamente comerciales, precisamente haciendo lo contrario que esperaban de ellos. Por calidad, el segundo trabajo de la banda tenía todas las papeletas para convertirse en la catapulta que les elevara a los altares del género.
Desgraciadamente no lo fue nunca para The Sound y en una de esas crueles y extrañas ironías del destino, todo fueron parabienes por parte de la crítica pero sin cuajar entre el público y el mercado. El trastorno que afectaba a Adrian Borland parecía haber tomado el mando durante la composición de los temas que formarían este From The Lions Mouth: Momentos de lúgubre lucidez, desesperanza y hastío vital que se combinan con lo opuesto, con las ganas de ver la luz al final del túnel, con la actitud de no rendirse ante las adversidades, convirtiéndose en la predominancia de un álbum bello y catárquico, pero también hiriente y punzante. El mejor ejemplo se da nada más empezar con los mágicos teclados de Winning y el estribillo rezando ‘I was going to drown, Then I started swimming’, dolorosamente premonitorio y fatal, ofreciendo la otra cara de la moneda en la crudeza y desnudez de la demoledora simpleza del estribillo de Skeletons. y su ‘We’re living like skeletons’.
Esa dualidad es la seña de identidad de un trabajo que se cimenta en la base del post punk, donde hay bajos que se preñan de la herencia de Joy Division (Posession) pero que también galopan hacia adelante, desbocados (The Fire). En la vertiente más abiertamente pop y coqueteando con la new wave, hay verdaderas obras de orfebrería refulgiendo melancolía y sencillez (Silent Air), o perfectos crescendos rebosando épica marcializada como el cierre del disco, New Dark Age. Los diez cortes (más uno incluido en la última pista en la reedición de 2002) que conforman este From The Lions Mouth son de una belleza tan arrebatadora como lacerante.
Mientras la historia ha ido poniendo en lugares de privilegio a discos como Unknown Pleasures, Pornography o Crocodiles, en cuanto que la adoración alrededor de la figura de Curtis ha ido engrandeciéndose con el paso del tiempo – deformada en parte por un halo de romanticismo fatuo e innecesario-, en el extremo opuesto tenemos una historia de perdedores injustamente maltratados por un macabro retruécano del destino. From The Lions Mouth pudo haber sido y no fue, pero lo que es indudable es que es un disco que puede mirar a los ojos a otros privilegiados, tratarles de tú a tú sin miedo, mientras que la figura de Adrian Borland es tan reivindicable que hasta da cierto miedo que, por querer hacerle justicia a uno de los mejores compositores de la década de los 80, se corrompa toda su magia por esos excesos que tanto se dan en la mitomanía.